Las buenas gentes de Yahoo! me piden un texto fetén sobre palabras en peligro de extinción. ¡A mí, que siempre he sido un bandarra! Repantingado en el sofá, reflexiono sobre tan primoroso asunto: ¿en qué momento los picatostes pasaron a ser croutons? ¿Quién decidió que una magdalena fuera un muffin? ¿En que referéndum se votó a favor de cambiar almuerzo por brunch?
Tanta pregunta culinaria consigue abrirme el apetito y que me prepare un piscolabis con lo poco que encuentro en mi fresquera. Se impone una visita al ultramarinos y, ya de paso, aprovecho y me compro un encendedor que me dé lumbre, que el que tengo ya no chisca. Por el camino, echo de menos una pelliza que me proteja de la fresca matutina y sigo pensando en palabras que antes decía todo quisqui y que ahora se han quedado demodé, como la propia demodé. ¿Acaso tiene más glamour “tupperware” que tartera o fiambrera? ¿O es que nos hemos vuelto un poco gilipichis?
Tras comprar víveres en el colmado, vuelvo a casa y sigo esperando a que las musas me visiten para resolver este embrollo en el que me he metido cual mequetrefe. Enciendo el transistor y un locutor baranda sostiene sin ningún donaire que el vinilo sonaba mejor que el CD. Quizá esconda una petaca en su chambergo, el muy pazguato. Pero, ¡sapristi!, dejémonos de huevear -¿no es más bonito que procrastinar?- y centrémonos en el asunto de las palabras perdidas, no sin antes visitar el retrete y hacer uso de la palangana.
De vuelta a la alcoba, ya enfrente de la computadora, me doy cuenta de que me he metido en un entuerto del que no conozco bien el percal. Mi baja estofa no me permite hablar con propiedad de palabras perdidas como plumier, esquijama, ambigú, hule, zarcillo, tachuela... ¡Pardiez, sólo se me ocurre homenajearlas con un buen guateque! Siempre he sido un bandarra...
Tanta pregunta culinaria consigue abrirme el apetito y que me prepare un piscolabis con lo poco que encuentro en mi fresquera. Se impone una visita al ultramarinos y, ya de paso, aprovecho y me compro un encendedor que me dé lumbre, que el que tengo ya no chisca. Por el camino, echo de menos una pelliza que me proteja de la fresca matutina y sigo pensando en palabras que antes decía todo quisqui y que ahora se han quedado demodé, como la propia demodé. ¿Acaso tiene más glamour “tupperware” que tartera o fiambrera? ¿O es que nos hemos vuelto un poco gilipichis?
Tras comprar víveres en el colmado, vuelvo a casa y sigo esperando a que las musas me visiten para resolver este embrollo en el que me he metido cual mequetrefe. Enciendo el transistor y un locutor baranda sostiene sin ningún donaire que el vinilo sonaba mejor que el CD. Quizá esconda una petaca en su chambergo, el muy pazguato. Pero, ¡sapristi!, dejémonos de huevear -¿no es más bonito que procrastinar?- y centrémonos en el asunto de las palabras perdidas, no sin antes visitar el retrete y hacer uso de la palangana.
De vuelta a la alcoba, ya enfrente de la computadora, me doy cuenta de que me he metido en un entuerto del que no conozco bien el percal. Mi baja estofa no me permite hablar con propiedad de palabras perdidas como plumier, esquijama, ambigú, hule, zarcillo, tachuela... ¡Pardiez, sólo se me ocurre homenajearlas con un buen guateque! Siempre he sido un bandarra...
A mí me encanta bambalina. Mucho mejor que Backstages.
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